jueves, 11 de agosto de 2011
Hipólito, esperanza del nacionalismo
Si se alzaren un día los sofistas (Ö) clamando, como ayer, para medrar entre el estrago, que el patriotismo es un mito, y que precisa llevar luto por la desaparición de las virtudes ciudadanas, gritadles que mienten, y que en medio de la balumba de cobardes acostumbrados a deslumbrar las ejecutorias del civismo, hay, ciudadanos, un patriota, ¡el pueblo!
Deschamps, Eugenio. 1899.
El 1 de julio de 1925 Federico Henríquez i Carvajal ponía el punto final al prólogo del libro continente de sus “páginas, orales i escritas” con las que había “servido la causa nacionalista, sin tregua ni desmayo”.
Su libro “Nacionalismo” confirma la existencia de un proyecto nacionalista en la República Dominicana, con clara consciencia de sí y para sí y cómo anduvo, glorioso, sobre las andas culturales soberbias e incorruptas porque no tenía silla, de lugar en lugar de la América hispana, hambriento de solidaridades, errante.
Surgió atizado por la intervención de 1916: “desde que estalló la crisis malhadada que le dio pretexto i asidero al falaz imperialismo para intensificar la penetración económica i la ingerencia diplomática, i para realizar la intervención y la ocupación manu-militari, con el desalojo abusivo del Gobierno legítimo i con el secuestro de la soberanía nacional dominicana”.
Aunque en ese ideario participaba una nutrida pléyade de intelectuales (Fabio Fiallo, Emilio Proudhomme, Emilio A. Billini, Américo Lugo, Tulio M. Cestero, Max Henríquez Ureña, Luis C. del Castillo, Enrique Henríquez, Félix E. Mejía y Emiliano Tejera, entre otros muchos), ese nacionalismo no poseía raíces objetivas. Era una expresión política, un anhelo desvinculado de las fuerzas productivas y las realidades industriales que dan carácter definitivo al nacionalismo. En términos gramscianos, podríamos afirmar que se trataba de un nacionalismo inorgánico, con líderes desvinculados de la producción nacional de bienes y servicios. Su tarea era recuperar la soberanía mancillada por la referida acción intervencionista.
Es fácil afirmarlo ya que en esas páginas de Henríquez y Carvajal no hay referencia alguna a la producción o a un plan nacional que articulara la producción agropecuaria o manufacturera.
Puede decirse que la presencia de una intelectualidad política sin vínculos con la producción de bienes y servicios hacía vaga la propuesta del nacionalismo dominicano que ostentaba el presidente Henríquez y Carvajal, limitando su comprensión y compromisos fehacientes a una expresión discursiva que, sin embargo, hacía despliegues de retórica estética.
A pesar de ello, el nacionalismo dominicano sí veía, desde finales del siglo XIX, al campo como la oportunidad de desarrollar el país. Si las metáforas de los intelectuales dominicanos del período intervenido realizaban la política como metáfora de las entidades abstractas, sus antecesores tomaban muy en serio la tarea de superar niveles de atrasos seculares que a sus ojos se presentaban como ignominia. “Nuestra vida es el más cruel de los sarcasmos. Somos uno de los más atrasados entre los diecinueve pueblos españoles que conviven en las islas y en el anchuroso continente”, denunció E. Deschamps, hará pronto un siglo, en octubre de 1914, sin que esa realidad, más que agudizarse, se haya hecho perenne.
Con Eugenio Deschamps la metáfora había abandonado el mundo de lo estético y descendido al de las realidades productivas, al orgullo de lo propio y su producto. Su denuncia argumenta la carencia de fundamento económico del movimiento político nacionalista posterior, su pobreza material, su carencia de vínculos con la producción de bienes y servicios: “Está ahí, en desorden, con todas las deficiencias de las obras en que sólo campea, tesonera, la decisión del patriotismo, representación cabal de cuanto produce la fecundidad de nuestro suelo”.
El progreso productivo autóctono, entendido como desarrollo agrícola, era muestra de la “incontestable capacidad para la vida, para el progreso y para la libertad” del pueblo dominicano, y ocupaba el lugar de “base inconmovible de su independencia política”. Ese nacionalismo, realista hasta en los sueños, se apoyaba en dos pilares: “Dos líneas paralelas hay, señores, que han alzado en todos los tiempos el nivel de las naciones. Es la una el desarrollo de la instrucción y es la otra el incontrastable empuje del trabajo”. “Es necesario enseñar a nuestro pueblo que debe amasar su pan con el sudor de su frente”, era su correlato ético ante “la carencia de fe en la virtualidad de las potencias sociales”.
Ese nacionalismo era proactivo, desarrollista, humano y transformador. No aceptaba que “si en medio de las maravillas de vegetación de nuestro suelo, los azota y los avasalla la miseria, es por emplear aún, a esta hora de la civilización, los medios bárbaros que le dejaron sus mayores”.
Un siglo después el país ha sido colocado ante igual dilema por los “estrategas” y “componedores” del progreso del atraso. Una herencia de medios bárbaros dejan, arrodillando a productores, artesanos, campesinos, jornaleros y empleados ante el altar de la miseria.
Frente a esa situación tan lastimera y de retos tan titánicos, el país, el pueblo, el desarrollo nacional, tienen una esperanza. Su nombre: Hipólito Mejía.
Como productor y laborioso él está acreditado
Ignacio Nova
ignnova1@yahoo.com